Por Joaquín Quiroz Cervantes
En Quintana Roo suele hablarse mucho de comunicación, y fue un motivo de camardería departir con la gobernadora Mara Lezama quitarle solemnidad al cargo y conviviera con su gremio, no el político, sino el periodístico para una convivencia de fin de año en Cancún.
No fue un acto protocolario con foto fría y salida por la puerta de atrás: fue presencia, cercanía y oficio. Y cuando la gobernadora, además, proviene del micrófono, de redactar, de salir a cuadro, el gesto tiene una lectura adicional: conoce la entraña del medio, sus ritmos, sus presiones y sus códigos.
A la cita llegaron reporteros, columnistas, camarógrafos, analistas, locutores, bloggers y comunicadores de distintos puntos del estado. Y ese “sin distingos” no es un adorno retórico: se notó en la mezcla del salón, en la pluralidad de rostros y en la ausencia de filtros exagerados.
En tiempos donde la relación gobierno-prensa suele oscilar entre la distancia incómoda o el abrazo interesado, una convivencia así vale por lo que simboliza: una gobernadora que no le saca la vuelta a su origen profesional y un gobierno que entiende que el diálogo no se decreta, se construye.
Mara, fiel a su estilo, habló con ese tono directo que le conocemos: más corazón que libreto. Recordó el punto de partida de su administración, el desorden financiero y la deuda con proveedores que recibió del chespirato, y la necesidad de poner orden antes de prometer.
Ese mensaje, más allá del anecdotario, deja una idea política clara: no hay cercanía real si antes no hay cumplimiento básico. Y luego vino lo que para el gremio pesa: reconocerse parte de los medios, admitir que, cuando termine el encargo, seguirá siendo Mara Lezama comunicadora. Eso, dicho por quien gobierna, no es menor; es una declaración de identidad, pero también un compromiso implícito con la conversación pública.
Ahora bien: la foto no se toma sola. Aquí entra la otra protagonista que, sin reflectores estridentes, cargó con la operación: Laura Aguilar Loredo. La vocería no es solo contestar preguntas; es administrar tiempos, cuidar mensajes, abrir puertas, contener crisis y, cuando se puede, humanizar la política sin convertirla en espectáculo.
La convivencia dejó ver una Coordinación de Comunicación con más ritmo, más orden y una lectura más fina del gremio: no como “cliente”, no como “adversario”, sino como un actor indispensable de la vida pública.
Y seamos claros: reconocer el trabajo no es rendirse ante el poder. La prensa no está para aplaudir está para preguntar, contrastar y señalar. Precisamente por eso este tipo de encuentros funcionan cuando no se confunden los roles: el gobierno comunica y rinde cuentas; el periodista escucha, observa, cuestiona y publica.
En esa línea, Laura ha mostrado algo valioso: puede ser aliada institucional sin pretender que el gremio sea coro. Esa es la diferencia entre una vocería profesional y una oficina de control de daños.
También hay una lectura interna: en otras etapas, la comunicación pública llegó a percibirse cerrada, con lógicas más de círculo que de gremio, más de administración doméstica que de política pública.
Cuando eso ocurre, la relación se erosiona y termina cobrando factura. Hoy, por lo visto, hay “refresh”: liderazgo, detalles cuidados y un esfuerzo por recomponer puentes con el sector que todos los días pone a circular la conversación social.
Mara hizo lo que pocas y pocos hacen sin miedo a la crítica —convivir con su gremio— y Laura demostró por qué una vocería con oficio puede cambiar el ambiente con atención, cortesía y educación.
Lo demás, como siempre, se medirá en hechos: apertura real, información verificable, respeto al disenso y la máxima que en política y periodismo aplica igual: nadie se queda afuera… pero nadie se queda sin preguntas.
Informe con porra… y sin brújula
En política, la falta de memoria se paga, pero la falta de visión se cobra con intereses. Y lo ocurrido con la todavía senadora Anahí González en su “primer informe” no fue un simple desliz: fue una postal nítida de novatez, de mal cálculo y, peor todavía, de cortesía política inexistente.
Un informe legislativo, si se toma en serio, es para rendir cuentas, mostrar resultados, explicar gestión, presentar agenda y, sobre todo, exhibir territorio. Pero el suyo terminó reducido a lo que en el argot se llama “numerito”: aplausos prefabricados, gritería dirigida y una escena montada para que el centro no fuera la senadora… sino un ausente al que quisieron colocar, por la vía del coro, en la categoría de “gobernador”. Y cuando una legisladora permite que su acto se convierta en plataforma de otro, no es operación: es subordinación con micrófono.
Aquí el tema no es a quién admira Anahí, ni con quién se toma la foto, ni a quién le guarda lealtad. El punto es que la política no perdona la torpeza. Si esa porra fue espontánea, es grave: significa que no controla ni a los suyos, que no manda, que no conduce, que no tiene estructura.
Y si fue inducida, es peor: implica que conscientemente decidió jugarle a las señales internas, aun cuando el precio era patear jerarquías, alianzas y equilibrios. En ambos escenarios, el resultado es el mismo: una senadora convertida en utilería.
Y si a eso se suma el ingrediente de la ingratitud, el cuadro se vuelve más nítido. Porque en política también existe la memoria institucional: quién te abrió la puerta, quién te sostuvo, quién te impulsó, quién te cargó y quién te dio aire.
Fingir demencia no es estrategia; es una forma vulgar de suicidio político. Lo que Anahí mostró fue exactamente eso: querer navegar con bandera de despistada, como si en la vida pública no existieran antecedentes, trayectorias y padrinazgos que todo mundo conoce.
La senadora, además, arrastra un problema mayor: carece de presencia propia. Ha estado más cerca de ser repetidora de consignas que constructora de agenda. Más cerca de la matraquera que del legislador con peso. Y cuando una figura no trae base, ni narrativa, ni resultados contundentes, busca oxígeno en el aplauso ajeno; se recarga en el grito, en la foto, en el “evento”, en la espuma. Pero la espuma no deja huella: se va con el sol del mediodía.
Por si fuera poco, el entorno que decide frecuentar es el típico zoológico de la política reciclada: los que viven de la intriga, los que venden espejitos, los que se especializan en traicionar y luego presentarse como víctimas, los que llevan años coleccionando derrotas y aun así se creen indispensables. Gente que no suma votos, pero sí complica acuerdos; que no construye, pero sí contamina. En ese ecosistema, Anahí no se forma: se deforma.
Al final, lo que queda es la conclusión incómoda: Anahí González está mostrando que no entiende el momento, ni el tablero, ni la etiqueta mínima del poder. Y cuando alguien confunde un informe con un mitin de porras y acomodos, el futuro se le vuelve chiquito. No por maldad de terceros, sino por una realidad simple: en política, la torpeza se castiga sola.
Y así, con cada mala forma, con cada gesto innecesario, con cada olita fabricada, la senadora va haciendo lo que ningún adversario podría hacer con tanta eficacia: truncarse desde adentro.
Curva peligrosa..
La próxima llegada del gas natural a Quintana Roo es una noticia estratégica: significa energía más estable y competitiva para impulsar el desarrollo, atraer inversión y fortalecer la economía local. Para la gente, el beneficio se traduce en mejores servicios, más actividad productiva y condiciones para que nuevas empresas generen empleos formales y mejor pagados.
Además, el gas natural puede ayudar a modernizar procesos en comercios e industrias, haciendo más eficientes costos de operación y reduciendo riesgos asociados al uso de combustibles más caros o más contaminantes. En términos ambientales, es una alternativa que suele emitir menos contaminantes locales que otros combustibles fósiles, lo que contribuye a una mejor calidad del aire en zonas urbanas y turísticas.




