Por Joaquín Quiroz Cervantes.
Lo que ayer se quiso vender como “incidente” terminó exhibiendo algo mucho más serio: el Tren Interoceánico se descarriló y dejó personas lesionadas. En un país acostumbrado a que la tragedia llegue después del “no pasa nada”, lo verdaderamente alarmante no es solo el descarrilamiento: es la normalidad con la que se pretende digerirlo, como si un tren no se saliera de la vía por acumulación de decisiones, omisiones y prisas.
Porque un tren no se descarrila por casualidad. Se descarrila cuando algo falla en la cadena completa: mantenimiento, supervisión, operación, control de riesgos, calidad de obra, revisión de infraestructura, protocolos de seguridad y, sobre todo, la cultura institucional que decide qué se atiende y qué se maquilla para que el proyecto “camine” aunque por debajo esté crujiendo.
Y ahí es donde la historia deja de ser técnica y se vuelve política.
Durante meses, este tren fue cacareado con bombo y platillo como estandarte del “nuevo modelo” de desarrollo: conectividad, logística, integración regional, soberanía económica. Un proyecto que en el discurso era orgullo nacional y, en la práctica, hoy termina en heridos, en caos y en la inevitable pregunta que la gente sí entiende aunque la burocracia finja que no:
¿Es seguro?
La respuesta no se construye con comunicados. Se construye con hechos verificables. Y cuando un tren se sale de los rieles, el mensaje es directo: algo no está funcionando como se prometió.
En política hay culpas que no hace falta gritar; basta con mirar el organigrama, los periodos y los nombres. Porque cuando una obra de esta magnitud falla, no falla el último eslabón: falla el modelo que permitió que llegara al servicio con debilidades, con riesgos subestimados o con supervisiones más cercanas a la foto que al dictamen.
Un personaje que ha brincado de encomienda en encomienda como si el Estado fuera pista de atletismo: Aduanas, luego el Corredor Interoceánico, luego un salto internacional sin mayor trascendencia pública, y de regreso a Aduanas. Demasiados cargos, demasiadas transiciones, demasiadas narrativas de “misión cumplida” sin que los resultados resistan auditoría social.
No se trata de insultar. Se trata de describir un patrón: la administración de proyectos como vitrina, no como responsabilidad técnica. Y cuando el país ve un tren descarrilado, lo que se cae no es solo un vagón: se cae la credibilidad del “operador”.
Este descarrilamiento tiene un efecto político inmediato: rompe la ilusión de la obra intocable. Ya no es el “proyecto emblemático”; es el proyecto que puede poner en riesgo a ciudadanos comunes que solo quieren viajar y llegar con vida.
Y cuando el ciudadano escucha que “se investigará”, la pregunta verdadera es: ¿Se investigará de verdad o se buscará un fusible?
Porque en México, la investigación suele terminar en el eslabón más débil: un operador, un jefe de turno, un “error humano”. Mientras tanto, los responsables del diseño institucional —los que aprobaron, presionaron, recortaron, aceleraron, maquillaron y autorizaron— suelen quedar intactos.
Lo verdaderamente alarmante es que este accidente se suma a una percepción pública cada vez más extendida: que algunas obras federales se inauguran antes de madurar, se presumen antes de estabilizarse y se blindan antes de evaluarse.
La presidenta reaccionó… y está obligada a ir más lejos
Que la presidenta gire instrucciones inmediatas para atender a los heridos y ordenar una investigación es lo mínimo. Pero si el país quiere un cambio real, necesita algo que rara vez se entrega: transparencia técnica y responsabilidad por cadena de mando, no solo por nota de prensa.
Lo mínimo exigible en un caso así:
Dictamen técnico público, claro y entendible, con causa probable y factores contribuyentes.
Bitácoras completas de mantenimiento, inspecciones y alertas previas.
Identificación de responsables por niveles: operación, supervisión, contratistas, directivos.
Plan correctivo verificable antes de normalizar operaciones.
Revisión integral de seguridad en toda la línea, no solo donde ocurrió el hecho.
Si eso no ocurre, el mensaje que quedará es devastador: que el Estado solo reacciona cuando ya hay heridos, y que la “modernización” es un eslogan que se sostiene hasta que la realidad lo revienta.
Este accidente pudo ser funesto. Hoy hay lesionados; mañana pudo haber muertos. Y cuando la diferencia entre “lesiones” y “luto” depende de la suerte, no de la seguridad, entonces el problema ya no es el tren: es el sistema que lo puso a rodar así.
El Tren Interoceánico, en este final de 2025, dejó una lección amarga:
las obras no se miden por los discursos que las inauguran, sino por la seguridad con la que sostienen la vida de quienes las usan.
Y hay nombres que, aunque nadie los acuse en voz alta, cargan con el peso de esa verdad.
Y Rafael Marín Mollinedo es uno de esos hoy se descarrilla el Tren del que se hizo cargo, en otro momento le dieron la concesión de comida comida en el penal y se intoxican los reos y por ahí salió un muerto tras una cuestionable concesión
Su paso por aduanas marcada por la corrupción de su mano derecha, hoy sin visa, con el dedo apuntando diversas voces a que el huachicol se ha fraguado desde Aduanas, y así una serie de eventos desafortunados, donde la podredumbre por donde pasa Rafael Marín, sale a relucir.




